viernes, 13 de mayo de 2011

Esclavo.

Con voz firme, el dueño llama a su esclavo. Exige su presencia en el menor tiempo posible y vocifera órdenes –¡Trae esto! ¡Limpia aquello!—Esa es la rutina. No hay día de descanso, no hay noche para dormir; el tiempo debe ser para servir al amo y conforme transcurren los años se pierden las ilusiones y marchitan las esperanzas.


Una tarde de mayo el ahora anciano amo llama con desesperación a un todavía fuerte esclavo que, rápidamente, se acerca con la mirada en el suelo y los hombros caídos. Su rostro no voltea a otro lado ya que cualquier movimiento causaría la ira de su señor y por consiguiente, un severo y brutal castigo físico. Sin embargo, la mirada no demuestra temor, tal vez porque a fuerza de costumbre a llegado a tolerar los desplantes de su amo.

Incapaz de ver su expresión, el amo ha vivido complacido por la gran eficacia de su esclavo. Cada capricho, cada mandato; toda una vida ejerciendo su poder sobre otra persona. Satisfecho, magnánimo y a la vez ciego ante el dolor que ha causado no sólo en aquel esclavo sin nombre sino en si mismo; un ser completamente dependiente.

El amo se para frente al esclavo --¡Arrodíllate!—exclama. Aquel de enfrente cumple sin protestas y siente una mano sobre su cabeza al punto que sus rodillas tocan el suelo. –Esta vez no te haré daño – Dice el amo con un desconocido tono de voz, un reflejo de una aparentemente invisible debilidad de cuerpo y espíritu.

--Toda tu vida me has servido y lo has hecho muy bien. Pocas quejas tengo de ti y ahora las he olvidado. Mis deseos, mis anhelos… cada capricho, por minúsculo que haya sido, todo me lo diste. Mi fortuna jamás la tocaste, mi cuerpo lo cuidaste durante mis enfermedades. Has sido un buen esclavo y ahora, en los últimos días que me quedan sobre esta tierra, quiero liberarte de mi yugo. La edad me ha hecho reflexionar, temo por mi alma, deseo contemplar el Paraíso junto con mis padres y ver el rostro de nuestro Creador.

--Se que liberarte me asegura la entrada al Cielo, pues no hay mayor gloria que dar la vida a una persona y yo, esclavo mío, te doy la vida, para que de ahora en adelante puedas vivir, lejos de un amo… libre para que tomes tus propias decisiones. Te daré dinero y ropa y comida. Ahora eres un Ser Humano. Eres libre.

El esclavo permanece hincado, el amo observa, con lagrimas en los ojos, a la persona que le permitió vivir tantas comodidades. Se pregunta qué es eso que siente en su viejo corazón. Agradecimiento, quizá. Así es como deben sentirse los Santos cuando una persona eleva una oración bajo su amparo.

El otrora amo extiende un mano para levantar a su antiguo esclavo. Un fuerte brazo, que nunca había sentido, le jala al piso. Ahora los papeles se cambian, quien antes estaba en el suelo ahora se encuentra de pie, firme frente aquel que tanto le humilló.

Después de tantos años, era la primera vez que cruzaban miradas. El viejo amo ahoga un grito y siente un gran dolor en el vientre. Sus ojos se llenan de lagrimas, todo su cuerpo exclama en silencio pidiendo clemencia… es inútil. Se imagina rodando entre las patas de grandes monstruos equinos, cientos de ellos convirtiendo su cuerpo en despojo.

Todo termina. Trata de hablar pero la sangre manando de su boca se lo impide. Apenas alcanza a articular unas palabras pero resultan incomprensibles y finalmente muere víctima de un rencor que él mismo creó.

La persona de pie inicia su caminar hacia la puerta. No toma nada de aquella casa, simplemente sale y profiere para sus adentros, cómo un recordatorio para si mismo --“Ahora soy verdaderamente libre”--.

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