lunes, 10 de diciembre de 2012

Cita inesperada

Con discreción la mira el joven mensajero. Cada que le mandan entregar paquetes a la Dirección tiene que registrarse con la joven secretaria; él la mira sin verla, en el reflejo de algún cristal, una fracción de segundo al voltear. Siempre sus ojos trata de evitar pues teme que una mirada lo pueda delatar, así que se agacha y juega con lo que encuentre en el escritorio mientras ella anuncia su llegada.


A veces tiene que esperar la firma de la jefa; es cuando más disfruta estar ahí, porque está cerca de ella y en silencio le dice "te quiero aunque no te conozca" y ella responde "ya puede pasar, la Licenciada le espera" Por un momento se le parte el corazón y sonríe; luego toma los documentos y cumple con los encargos de su trabajo. Al final se despide con un "hasta luego" que ella pocas veces responde.

Ella, siempre sumergida en la pantalla de la computadora o en la agenda; se despega de su lugar solo cuando se lo indican. La jefa sabe apreciar su esfuerzo y le confía muchos documentos importantes. Ha sido honesta y leal a la empresa por muchos años; desde que estudiaba para ser secretaria. Él apenas la conoció hace unos meses, cuando entró a trabajar.

Últimamente el mensajero ha sentido la necesidad de hablarle, de preguntarle su nombre y conocer más de ella. No se atreve porque dice que va en contra de las reglas de la empresa, no quiere perder el empleo que tanto le costo conseguir; en realidad no lo hace porque no sabe que respuesta recibirá. La incertidumbre lo detiene, así que se conforma con mirarla y soñar que van al cine juntos, de la mano.

Así los días pasan y se convierten en meses. No llegan paquetes para la jefa, no tantos como él quisiera: tan solo para verla. Sin darse cuenta, nuevas emociones se van despertando en él: primero siento una profunda frustración, luego lo invade la desesperación y tanto se desgasta hasta que la tristeza nubla sus días. Ya no desea verla, ahora quisiera olvidarla.

Por las noches siente culpa: si tan solo se atreviera a preguntarle su nombre, podría haber más confianza, tal vez hasta se hagan amigos. Sí, eso quiere. Que sean amigos. Entonces otra vez se asoma la sonrisa en sus labios pero siguen pasando los días y él no le habla, entonces se trata de convencer de los inútil de su plan, porque terminaría siendo su amigo y él desea ser mucho más para ella.

El circulo se repite y cada día hay más tristeza en su corazón. Antes se alegraba cuando le encargaban entregarle correspondencia, ahora pide no ir a esa oficina. Trata de evitar cualquier contacto, ya no hay miradas discretas, ni saludo ni despedida. Entrega lo solicitado y sale. Para ella no hay cambio, siempre fue así, un empleado, un mensajero, ni siquiera un compañero.

Pero ella luego recuerda sus visitas espontáneas; él siempre fue algo torpe a la hora de entregar documentos: se confundía en las fechas, firmaba donde no era. Claro, era una molestia para ella, pero, cuando él se iba, se sorprendía muchas veces con una sonrisa en el rostro. Miraba la ventana y por instantes parecía que la luz que entraba le daba más brillo a la oficina y resaltaba los colores.

Un día ella faltó a su trabajo, lo cual ocasionó gran revuelo, pues no era una persona que faltara. Nadie sabía donde encontrarla pues a su casa no había llegado y su teléfono no respondía. Él sintió un estremecimiento. Se asustó al recibir la noticia de su desaparición pero supo ocultarlo. Él sabía que la había perdido... para siempre.

¿Cómo perder algo que nunca se ha tenido? Bien, él si la tuvo, un instante, en la noche antes de su desaparición. Probó sus labios, acarició su cuerpo. Él mismo había sentido vergüenza de presentarse al día siguiente, pero logró dominarse. Solo había sido una noche, un instante que liberó sus pasiones, un momento de... amor.

La tarde que antecedió su desaparición, él la miró a los ojos y se vio reflejado. Al principio no se reconoció: había en las pupilas de ella una figura delgada y de rostro muy triste. Cuando miró con mayor atención, se dio cuenta que era él y por fin notó en lo que se había convertido: era casi un despojo, flaco, con ojeras, apático, autocompasivo...

No pudo soportarlo y retiró la mirada, ahora era ella quien sonreía y pensó que se burlaba de él. Se alejó pero no pudo sacar de su mente la imagen de su reflejo, ni la terrible burla de esa persona a quien le había entregado sus ilusiones y su corazón. Algo en él se había roto, hubo un cambio en su ser. Aceptó el miedo que sentía hacia ella, quizá no quería verse reflejado, no de esa manera.

Esa misma tarde a la hora de la salida, esperó a la secretaria y por fin le habló; preguntó su nombre y la invitó al cine y a tomar un café. Ella misma estaba sorprendida por haber aceptado, quizá necesitaba un cambio en su rutina, quizá sí ocultaba sentimientos por él. O tal vez se sentía culpable de haberse burlado de su pretendiente, eso creía él.

Él la llevó lejos de casa, el destino les concedió un beso de despedida. Algo inesperado e inexplicable; pero él quiso más y cuando ella se negó, él la golpeó y luego la humilló y mientras su miembro desgarraba su sexo, le echaba en cara todo su sufrimiento. La culpó por sus malas decisiones y su autocompasión. Le hizo ver quien era en realidad, no aquel ser reflejado en sus ojos.

Consumado el acto, la mató con un cuchillo. Puñalada tras puñalada descargó su ira y sus frustraciones; al ver la sangre de ella olvidó lo que una vez sintió. Dejó el cadáver y regresó a casa pensando que ahora si regresaría la cordura a su vida. Lo que hizo fue para salvarse a si mismo: para dejar de ser aquel miserable reflejo en una mirada indiferente.

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