miércoles, 3 de octubre de 2012

Orquídea marchita

La pareja de esposos entró de la mano, como dos adolescentes enamorados. Si bien esta pareja no era de ancianos, tampoco estaban en sus plenos veintes, aún así, la llama del amor ardía con la misma intensidad de la juventud. Decían que su fórmula consistía en evitar las peleas innecesarias. ¿Cuáles eran las necesarias? Eso no lo podían responder.

El lugar donde entraron era un salón poco convencional, adecuado para representar las últimas décadas del siglo XIX. El dueño probablemente era un excentrico de esos que abundan en el siglo XXI, que sienten nostalgia por una época que no conocieron, por costumbres olvidadas. Quizá simplemente le aconsejaron el estilo para atraer más clientes.

Entre cortinas de negro terciopelo, alfombras rojas y paredes tapizadas con papel de un exótico grabado se movía aquella pareja para llegar al recinto principal. Hombres y mujeres los observaban caminar, algunos de manera discreta, otros sin mostrar respeto. Esto molestó a la dama, pues creía que iba en contra de la decencia mínima para con los invitados.

Además de su incomodidad por las miradas, la dama notó una repugnante falta a la moral por ella concebida. Se percató que ciertas "damas" se encontraban en posiciones lascivas, siendo acompañadas por unos hombres nada caballerosos que corrompían la imagen del traje y sombrero de copa. Era una ofensa muy grave y estaba a punto de salir del lugar.

Su marido la detuvo fuertemente del brazo y ella se sorprendió por el trato pues jamás, en sus años de casados, le había tratado de esa manera. --No es correcto para los anfitriones salir sin ofrecer disculpas.--Dijo en un tono seco, con ciertas notas de perversión. La mirada del caballero brillaba de una manera que su esposa nunca había visto.

Ella cayó en un engaño. Él la trajo haciéndole creer que era una fiesta del trabajo, un evento de gala en un lugar de moda, adecuado al prestigio de la empresa. Lo único prestigioso del lugar eran las mujeres que trabajaban ahí; hermosas todas y educadas. ¿Qué las había llevado a ese oficio? Tampoco hay una respuesta clara para eso.

Un deseo impulsó los actos del aquel hombre, una satisfacción no alcanzada desde hace muchos años. Miedo, timidez, tal vez una educación estricta o una simple frigidez, razones podría haber por miles todas igual de válidas, justificables. El marido simplemente quería una esposa tan aplicada en la cama como en la cocina.

Necesario no era; fue brutal. Aquel ser actuó en contra de la voluntad de su esposa, quien se vio rebajada a calidad de mercancía. Vendida como un animal, por la piel y la carne que un ser, vestido con elegante traje sastre, cortado a su medida, se rehusaba a consumir. Respuesta caprichosa a un anhelo negado por años. Como niño que tira la paleta que tanto rogó obtener de sus padres, simplemente para enfadarlos.

El crimen fue consumado mientras él bebía vino y fumaba un puro. Frente a sus ojos desfilaron varios hombres y todos probaron el néctar de una orquídea marchita. Fue un observador paciente y no mostró ninguna emoción; sonreía tranquilamente como quien atiende un cliente en una zapatería. Agradecía y despreciaba con amabilidad los servicios de otras mujeres, todas ellas voluntarias.

Vino y puro se consumieron. Acabó el espectáculo, los participantes pagaron y finalmente tomó al despojo que estaba frente a sus pies. Lo cubrió suavemente con una sábana. Aquel ser daba asco. Salieron, como dos recién casados. Él la llevaba en sus brazos mientras lloraba. Trataba de consolarla con suaves palabras. tal vez funcionó porque ella se quedó dormida, quizá para nunca despertar.

Una mujer de vestido blanco los miró atentamente sin acercarse a ellos. Los vio partir mientras un escalofrío recorría su cuerpo. Suspiró, estremeció sus caderas y apretando sus muslos murmuró --Ojalá estuviera casada con él. Yo si lo haría feliz.

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