martes, 5 de abril de 2011

Quebranto.

Primera parte.


Segunda parte.

He pensado durante mucho tiempo, buscando la causa de mis temores. Soy incapaz de verme al espejo y enfrentarme a mi mismo. Me duele contemplar mis ojos porque sé que ocultan una profunda tristeza. Han pasado tantos años y aún me siento como un niño asustado.

El insomnio se ha vuelto insoportable. Por las noches, en mi solitaria habitación, siento mucho calor en todo el cuerpo y cuando retiro las cobijas, un viento glacial me envuelve; comienza por mi espalda hasta llegar a mis pies mientras mi cabeza sigue ardiendo de fiebre imaginaria. Trato de mirar y busco alguna fuente de luz, pero los parpados me pesan y si logro descubrir mis ojos, un terrible ardor consume mi vista.

Dando vuelta tras vuelta en mi cama, el tiempo se alarga y cuento los segundos que pasan. Todo pierde sentido y cuando creo que han transcurrido horas, el amanecer aún está lejano. Prefiero la oscuridad y cubrir este despojo que algunos llaman cuerpo. El calor regresa lentamenta mientras me acurruco y cubro mi cabeza para no escuchar el exterior, me pierdo entre fiebre e imágenes de mi pasado. Nunca pienso en el futuro, pues no quiero ver rotas mis ilusiones... otra vez.

Sin querer, las lágrimas comienzan a rodar por mis mejillas. No son lágrimas de autocompasión, son el simple reflejo del cuerpo, una reacción natural para lubricar los ojos irritados. Estoy seguro de eso porque sólo en esos momentos es cuando puedo llorar. No me inmuto con las desgracias ajenas y a veces siento placer al contemplarlas, porque así siento que no soy el único en experiementarlas.

La poca empatía que he tenido durante mi vida ha sido cuando las personas se acercan a contarme sus problemas, siento su dolor y su debilidad. Todo mundo se esconde tras una máscara de fortaleza y se atreve a proferir injurias a aquel que conoce su dolor y lo lanza al mundo, lejos de si, como tratando de librarse de unas invisibles cadenas.

Se burlan porque fueron enseñados a "cargar con su cruz". Yo me niego a ese destino, maldigo a todos aquellos que se sientan inertes ante su desdicha, sin mover un sólo dedo y aceptan sin protestar los designios de una divinidad sorda y ciega ante los males que aquejan al ser humano. Sus ejemplos, sus ídolos, son imágenes de dolor y desdicha, su culto es un culto a la muerte que niega su origen y proclama una falsa vida.

¿Por qué tenemos que esperar la muerte del cuerpo para alcanzar la vida eterna? Así, lo mejor sería acabar de una vez con esta vacia existencia, derramar la sangre propia y de nuestros hermanos, aniquilar esta raza autoproclamada dueña de la Tierra. Pero ni eso depende de nosotros pues dicen que así nos condemanos al Infierno ¿pero que Infierno puede ser peor que esto que llamamos, simplemente, vida?

No, no le temo al Infierno, tampoco le temo a la muerte. Ahora lo sé: le temo a esta vida, porque lo único que he encontrado en ella es miseria y desesperación.

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